Descripción
Siente el corazón que late bajo la piel de hierro.
Un insólito y original viaje a la edad media.
En un turbulento siglo XII, Leola, campesina adolescente, desnuda a un guerrero muerto en un campo de batalla y se viste con sus ropas de hierro, para protegerse bajo un disfraz viril. Así comienza el vertiginoso y emocionante relato de su vida, una peripecia existencial que no es solo la de Leola sino también la nuestra, porque esta novela de aventuras con ingredientes fantásticos nos está hablando en realidad del mundo actual y de lo que todos somos.
Historia del Rey Transparente es un insólito viaje a una Edad Media desconocida que se huele y se siente sobre la piel, es una fábula que conmueve por su grandeza épica, es uno de esos libros que no se leen, sino que se viven. Original y poderosa, la novela de Rosa Montero tiene esa fuerza desbordante de los libros llamados a convertirse en clásicos.
Historia del rey transparente, Rosa Montero
Soy mujer y escribo. Soy plebeya y sé leer. Nací sierva y soy libre. He visto en mi vida cosas
maravillosas. He hecho en mi vida cosas maravillosas. Durante algún tiempo, el mundo fue un
milagro. Luego regresó la oscuridad. La pluma tiembla entre mis dedos cada vez que el ariete
embiste contra la puerta. Un sólido portón de metal y madera que no tardará en hacerse trizas.
Pesados y sudados hombres de hierro se amontonan en la entrada. Vienen a por nosotras. Las
Buenas Mujeres rezan. Yo escribo. Es mi mayor victoria, mi conquista, el don del que me siento
más orgullosa; y aunque las palabras están siendo devoradas por el gran silencio, hoy
constituyen mi única arma. La tinta retiembla en el tintero con los golpes, también ella
asustada. Su superficie se riza como la de un pequeño lago tenebroso. Pero luego se aquieta
extrañamente. Levanto la cabeza esperando un envite que no llega. El ariete ha parado. Las
Perfectas también han detenido el zumbido de sus oraciones. ¿Acaso han logrado acceder al
castillo los cruzados? Me creía preparada para este momento pero no lo estoy: la sangre se me
esconde en las venas más hondas. Palidezco, toda yo entumecida por los fríos del miedo. Pero
no, no han entrado: hubiéramos oído el estruendo de la puerta al desgajarse, el derrumbe de
los sacos de arena con que la reforzamos, los pasos presurosos de los depredadores al subir
la escalera. Las Buenas Mujeres escuchan. Yo también. Tintinean los hombres de hierro bajo
las troneras de nuestra fortaleza. Se retiran. Sí, se están retirando. Al sol le falta muy poco para
ocultarse y deben de preferir celebrar su victoria a la luz del día. No necesitan apresurarse:
nosotras no podemos escapar y no existe nadie que pueda ayudarnos. Dios nos ha concedido
una noche más. Una larga noche. Tengo todas las velas de la despensa a mi disposición,
puesto que ya no las vamos a necesitar. Enciendo una, enciendo tres, enciendo cinco. El
cuarto se ilumina con hermosos resplandores de palacio. ¡Y pensar que nos hemos pasado
todo el invierno a oscuras para no gastarlas! Las Buenas Mujeres vuelven a bisbisear sus
Padrenuestros. Yo mojo la pluma en la tinta quieta. Me tiembla tanto la mano que desencadeno
una marejada.
Me recuerdo arando el campo con mi padre y mi hermano, hace tanto tiempo que parece otra
vida. La primavera aprieta, el verano se precipita sobre nosotros y estamos muy retrasados con
la siembra; este año no sólo hemos tenido que labrar primero los campos del Señor, como es
habitual, sino también reparar los fosos de su castillo, hacer acopio de víveres y agua en los
torreones, cepillar los poderosos bridones de combate y limpiar de maleza las explanadas
frente a la fortaleza, para evitar que puedan emboscarse los arqueros enemigos. Estamos
nuevamente en guerra, y el señor de Abuny, nuestro amo, vasallo del conde de Gevaudan, que
a su vez es vasallo del Rey de Aragón, combate contra las tropas del Rey de Francia. Mi
hermano y yo nos apretamos contra el arnés y tiramos con todas nuestras fuerzas del arado,
mientras padre hunde en el suelo pedregoso nuestra preciada reja, esa cuchilla de metal que
nos costó once libras, más de lo que ganamos en cinco años, y que constituye nuestro mayor
tesoro. Las traíllas de esparto trenzado se hunden en la carne, aunque nos hemos puesto un
peto de fieltro para protegernos. El sol está muy alto sobre nuestras cabezas, próximo ya al
cenit de la hora sexta. Al tirar del arado tengo que hundir la cabeza entre los hombros y miro al
suelo: resecos terrones amarillos y un calor de cazuela. La sangre se me agolpa en las sienes
y me mareo. Empujo y empujo, pero no avanzamos. Nuestros jadeos quedan silenciados por
los alaridos y los gritos agónicos de los combatientes: en el campo de al lado, muy cerca de
nosotros, está la guerra. Desde hace tres días, cuatrocientos caballeros combaten entre sí en
una pelea desesperada. Llegan todas las mañanas, al amanecer, ansiosos de matarse, y
durante todo el día se hieren y se tajan con sus espadas terribles mientras el sol camina por el
arco del cielo. Luego, al atardecer, se marchan tambaleantes a comer y a dormir, dispuestos a
regresar a la jornada siguiente.
Día tras día, mientras nosotros arañamos la piel ingrata de la tierra, ellos riegan el campo
vecino con su sangre. Caen los bridones destripados, relinchando con una angustia semejante
a la de los cerdos en la matanza, y los caballeros de la misma bandera se apresuran a socorrer
al guerrero abatido, tan inerme en el suelo, mientras los ayudantes le traen otro caballo o
consiguen desmontar a un enemigo. La guerra es un fragor, un estruendo imposible; braman
los hombres de hierro al descargar un golpe, tal vez para animarse; gimen los heridos
pisoteados en tierra; aúllan los caballeros de rabia y de dolor cuando el ardiente acero les amputa una mano; colisionan los escudos con retumbar metálico; piafan los caballos; rechinan
y entrechocan las armaduras.
Antoine y yo tiramos del arado, padre arranca una piedra del suelo con un juramento y ellos,
aquí al lado, se matan y mutilan. El aire huele a sangre y agonía, a vísceras expuestas, a
excrementos. Al atardecer los movimientos de los guerreros son mucho más lentos, sus gritos
más ahogados, y por encima de la masa abigarrada de sus cuerpos se levanta una bruma de
sudor. Veo ondear la bandera azul del señor de Abuny y la oriflama escarlata de cuatro puntas
de los reyes de Francia: están sucias y rotas. Veo las heridas monstruosas y puedo distinguir
sus rostros desencajados, pero no siento por ellos la menor compasión. Los hombres de hierro
son todos iguales: voraces, brutales. En el sufrimiento que flota en el aire hay mucho dolor
nuestro.
Biografía del autor:
Rosa Montero nació en Madrid y estudió Periodismo y Psicología. Ha publicado las novelas Crónica del desamor (1979), La función Delta (1981), Te trataré como a una reina (1983), Amado Amo (1988), Temblor (1990), Bella y Oscura (1993), La hija del caníbal (1997, Premio Primavera de Novela), El corazón del Tártaro (2001), La loca de la casa (Alfaguara, 2003; Premio Qué Leer 2004 al mejor libro del año, Premio Grinzane Cavour 2005 y Premio Roman Primeur 2006, Francia), Historia del Rey Transparente (Alfaguara, 2005; Premio Qué Leer 2005 al mejor libro del año, y Premio Mandarache 2007), Instrucciones para salvar el mundo (Alfaguara, 2008; Premio de los Lectores del Festival de Literaturas Europeas de Cognac, Francia, 2011), Lágrimas en la lluvia (2011), Lágrimas en la lluvia. Cómic (2011; Premio al Mejor Cómic 2011 en el Salón Internacional del Cómic de Barcelona), La ridícula idea de no volver a verte (2013; Premio de la Crítica de Madrid 2014), El peso del corazón (2015), La carne (Alfaguara, 2016), Los tiempos del odio (2018) y La buena suerte (Alfaguara, 2020). También ha publicado el libro de relatos Amantes y enemigos (Alfaguara, 1998; Premio Círculo de Críticos de Chile 1999), y dos ensayos biográficos, Historias de mujeres -reeditado en edición ilustrada, revisada y ampliada con el título de Nosotras. Historias de mujeres y algo más (Alfaguara, 2018)- y Pasiones (Alfaguara, 2000), así como cuentos para niños, recopilaciones de entrevistas y artículos y Escribe con Rosa Montero (Alfaguara, 2017). Desde finales de 1976 escribe en el diario El País, en el que fue redactora jefa del suplemento dominical durante 1980-1981. Además de los mencionados, ha sido galardonada con el Premio Mundo de Entrevistas (1978), el Premio Nacional de Periodismo para reportajes y artículos literarios (1980), el Premio de la Asociación de la Prensa de Madrid a toda una vida profesional (2005), el Premio Internacional Columnistas del Mundo (2014), el Premio Nacional de las Letras Españolas (2017), los premios Leyenda de la Asociación de Librerías de Madrid y Ciudad de Alcalá de las Artes y las Letras (2019) y el Premio Cedro (2020). Es doctora honoris causa por la Universidad de Puerto Rico y su obra está traducida a más de veinte idiomas.
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