Un fenómeno imparable: con más de 23 millones de ejemplares vendidos en 54 lenguas y un millón en castellano, Cometas en el cielo puede considerarse un clásico contemporáneo.
Sobre el telón de fondo de un Afganistán respetuoso de sus ricas tradiciones ancestrales, la vida en Kabul durante el invierno de 1975 se desarrolla con toda la intensidad, la pujanza y el colorido de una ciudad confiada en su futuro e ignorante de que se avecina uno de los períodos más cruentos que han padecido los milenarios pueblos que la habitan.
Con apenas doce años, Amir se propone ganar la competición anual de cometas de la forma que sea, incluso a costa de su inseparable Hassan, un hazara de clase inferior que ha sido su sirviente y compañero de juegos desde la más tierna infancia. Así, empeñado en demostrarle a su padre que ya es todo un hombre, Amir pondrá en peligro una amistad fraguada a lo largo de años de enfrentarse a todos los peligros imaginables, y aprenderá una verdad que lo acompañará el resto de su vida.
Esta es la conmovedora historia de dos padres y dos hijos, de su amistad y de cómo la casualidad puede marcar un hito inesperado en nuestro destino. Una novela inolvidable, de la mano de uno de los autores más leídos en todo el mundo.
Cometas en el cielo-(Extrait)
Este libro está dedicado a Haris y Farah, noor de mis ojos, y a los niños de Afganistán.
Me convertí en lo que hoy soy a los doce años. Era un frío y encapotado día de invierno de 1975.
Recuerdo el momento exacto: estaba agazapado detrás de una pared de adobe desmoronada, observando a hurtadillas el callejón próximo al riachuelo helado.
De eso hace muchos años, pero con el tiempo he descubierto que lo que dicen del pasado, que es posible enterrarlo, no es cierto.
Porque el pasado se abre paso a zarpazos.
Ahora que lo recuerdo, me doy cuenta de que llevo los últimos veintiséis años observando a hurtadillas ese callejón desierto.
Mi amigo Rahim Kan me llamó desde Pakistán un día del verano pasado para pedirme que fuera a verlo. De pie en la cocina, con el auricular pegado al oído, yo sabía que no era sólo Rahim Kan quien estaba al otro lado de la línea.
Era mi pasado de pecados no expiados.
En cuanto colgué, salí a dar un paseo por Spreckels Lake, en la zona norte de Golden Gate Park.
El sol de primera hora de la tarde centelleaba en el agua, donde docenas de barcos diminutos navegaban empujados por una brisa vivificante.
Levanté la vista y vi un par de cometas rojas con largas colas azules que se elevaban hacia el cielo. Bailaban por encima de los árboles del extremo oeste del parque, por encima de los molinos de viento. Flotaban la una junto a la otra, como un par de ojos que observaran San Francisco, la ciudad que ahora denomino «hogar».
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